Tras
condenarlos a muerte por alta traición en un juicio sumarísimo, ordenó sin
pestañear su ejecución inmediata. De nada sirvieron los servicios prestados, ni
su entrega incondicional ni su lealtad demostrada durante años. Desoyendo sus
súplicas, uno a uno, fueron arrojados al vacío sin piedad.
Cuando
todo terminó, se asomó desde arriba para comprobar que ninguno de ellos hubiera
escapado a su destino. En ese instante supo que había infligido un
castigo excesivo a sus soldados. Se le inundaron los ojos de remordimientos
ante aquella imagen dantesca. Había cometido un terrible error. Se
sintió abatido. La culpa se deslizó por sus mejillas mientras contemplaba sus restos
aplastados sobre el asfalto.
Comprendió
que no eran traidores. Tan solo aprovecharon un momento de descanso para tomar
un café en compañía de su hermana y sus muñecas.
Relato seleccionado en el I Concurso de Microcuentos 'Café Maurice' de Microcuento.es
Qué bueno. Si no habían desertado :-))
ResponderEliminarUn abrazo y felicidades.
Jajaja, seguro que sí.
EliminarMuchísimas gracias, Albada!
Besos apretados.