Un viento callado
acaricia días
que languidecen
tras la ventana.
Un tibio sol
abriga silencios
que tiñen de otoño
un mar de añoranza.
El tiempo deshoja
las p a l a b r a s
marchitas.
Un viento callado
acaricia días
que languidecen
tras la ventana.
Un tibio sol
abriga silencios
que tiñen de otoño
un mar de añoranza.
El tiempo deshoja
las p a l a b r a s
marchitas.
Si eres lluvia
que salpica con su risa
mi ventana,
que quiebra la quietud
de mi soledad
con sus lágrimas.
Y escribe en mi piel
palabras de agua
sin miedo a hundirse
en mi mar.
Y llueve en mi boca
silencios de humo
sin miedo a volar
en mis versos.
Si
supieras el intenso dolor que me provocan esas rozaduras que afloran en mis pies
cuando, al final del día, llego a casa y me quito los tacones. Ni te imaginas cómo
tengo el resto del cuerpo, en carne viva, desde que fui a que me hicieran la
depilación láser y se les fue un poco la mano. Además, si me pongo elegante, me
asfixio, ya que apenas puedo respirar dentro de los vestidos. El problema es
que resulta casi imposible encontrar ropa de mi talla. Aunque lo peor de todo, son
las largas sesiones de maquillaje a las que necesito someterme antes de salir
de casa, si quiero estar más o menos presentable.
Qué
desesperación. Ya no sé qué más puedo hacer, lo he intentado todo. Pero no hay
manera de convencer a mis padres de que no soy una chica.
Desde
que hoy he adoptado a mi abuelo, ya no llora por las noches y sueña feliz. Ha proyectado
en mí su último recuerdo. En cuanto me acerco, se aferra a mi mano y me llama «mamá».
Parece increíble, pero en su mirada destella de nuevo esa luz que apagó el
olvido. Por él, he cambiado de aspecto y me visto con ropa de antaño. Al verme
reflejada en sus ojos, soy como un espejismo. Solo encuentra sosiego en mis
brazos. Lo acuno hasta que se duerme y deja de reclamarme la paga semanal.
Esa caricia
con dedos de viento,
herida de soledad,
que tiñe la noche
con recuerdos fugaces.
Ese suspiro
oculto en la piel,
herido de ausencia,
que calma su dolor
con rumor de atardecer.
Ese aleteo
en los labios,
herido de ti,
que anhela ser beso
Cuando
empecé a ejercer, me costó adaptarme a un mundo tan estricto y complejo como el
judicial. Por allí pululaba gente muy diversa con la que no estaba acostumbrada
a tratar. Me sentía perdida en medio de aquella montaña de expedientes repletos
de papeles que no cesaba de crecer. Mi paso por el Turno de Oficio me hizo más fuerte.
No me resultó nada fácil sobrevivir en aquella jungla. Aprendí que había que
ser muy estricto con el cumplimiento de la ley para defender al inocente.
Pero
en esa ocasión, el caso en el que trabajaba era muy especial para mí. Desde el
divorcio, la pequeña Lucía vivía en una permanente pesadilla. Como abogada, lo
había intentado todo para evitar que siguiera aterrorizada, aunque, no había servido
de nada. Ella se negaba a quedarse a solas con su padre y me suplicaba entre
lágrimas que la ayudara. Verla sufrir así, me rompía el corazón. El plazo de
entrega se agotaba y temía que la resolución judicial llegase demasiado tarde.
Por
eso, señoría, no pude abandonarla a su suerte. Debía protegerla. No me
quedó otra opción —confesé. Ante la
ausencia de justicia, fue inevitable que actuase en su defensa cegada por mi
instinto maternal.
Con el amor me basta.
Al calor de la nostalgia,
la noche no duele
ni tiembla la madrugada.
La luna hiere el silencio
y el cielo es de agua.
Las sábanas de mar
se inundan de sol
de cálidos versos,
de caricias a la deriva,
de suspiros desnudos
al alba.
Para Juan
y Francisca todos los días son iguales. Con sus rostros inexpresivos, permanecen
ausentes, como si vivieran en un perpetuo letargo. No les importa nada si hace
frío o calor. Ni siquiera perciben lo mucho que han cambiado las cosas en su
pueblo. Ese aislamiento rural, que en su momento los aplastó hasta la asfixia, ya
no es tan opresivo como antes.
A
ellos se les congeló la vida durante los primeros años de su juventud.
Cuando ambos eran soñadores y apasionados. Cuando todavía creían en el amor de
verdad. Pero, para su desgracia, también eran tiempos de absoluto respeto a los
padres y a sus decisiones. Por muy injustas que les parecieran, no admitían
discusión.
En ese
momento, nada pudieron hacer para luchar por su amor y evitar quedarse anclados
en su dolor. Otros decidieron su destino.
Él
bebía los vientos por María, la hija de un jornalero humilde que trabajaba las
tierras de otro. Ella se enamoró de Jesús, el noble pastor que cuidaba el
ganado de su patrón.
Su
padre se opuso a esos amores en cuanto se enteró. Pertenecían a la familia
más adinerada de la comarca. Debían aspirar a algo mejor. Y si no, siempre podían
recurrir a los matrimonios de conveniencia para aumentar el patrimonio familiar.
Como ninguno
de los dos aceptó renunciar a sus sentimientos, les aplicó un duro correctivo.
Su decisión tuvo graves consecuencias para todos.
A
Francisca le prohibió salir de casa. Pensó que, si no veía a Jesús, acabaría
por olvidarlo. A Juan lo amenazó con desheredarlo, aunque, por
ser el varón, estuviera destinado a ser el dueño de todas las propiedades
familiares. Y, además, si insistía en proseguir con su relación, recibiría un
castigo mucho más duro: el exilio. De nada les sirvieron sus lágrimas y
súplicas. Su padre se mantuvo firme.
Desde
entonces, ella ve pasar la vida a través de la reja de su ventana. Él, sentado junto
al portón de la casa familiar. Se han convertido en dos sombras inanimadas. Continúan
allí, esperando a que el amor de su vida los despierte de esta pesadilla. Bajo
las cenizas del odio, aún late en su corazón el fuego de entonces.
Mientras
tanto, sigue sin resolverse la misteriosa desaparición de su padre.
Relato presentado al Concurso #historiasrurales de zendalibros.com
Guarda mi piel
aromas de un veranoPerdernos
en los brazos del tiempo,
en una caricia que estremece.
Respirar
en un abismo de labios,
en el eco de un aliento.
Desnudarse
en un silencio dormido,
en un verso encadenado.
Unirnos
en un mar de piel,
en el abismo del deseo.
Y amanecer.
Tras
condenarlos a muerte por alta traición en un juicio sumarísimo, ordenó sin
pestañear su ejecución inmediata. De nada sirvieron los servicios prestados, ni
su entrega incondicional ni su lealtad demostrada durante años. Desoyendo sus
súplicas, uno a uno, fueron arrojados al vacío sin piedad.
Cuando
todo terminó, se asomó desde arriba para comprobar que ninguno de ellos hubiera
escapado a su destino. En ese instante supo que había infligido un
castigo excesivo a sus soldados. Se le inundaron los ojos de remordimientos
ante aquella imagen dantesca. Había cometido un terrible error. Se
sintió abatido. La culpa se deslizó por sus mejillas mientras contemplaba sus restos
aplastados sobre el asfalto.
Comprendió
que no eran traidores. Tan solo aprovecharon un momento de descanso para tomar
un café en compañía de su hermana y sus muñecas.
Relato seleccionado en el I Concurso de Microcuentos 'Café Maurice' de Microcuento.es
Atardece en su pecho
un otoño
Cuando no basta la piel
para sentirte libre
y te ahogas de silencio,
te sacudes la soledad
aleteando palabras,
desnudando verbos.
Abres tu pecho al alba,
liberas cada latido,
cada mariposa,
elevas tus brazos
hacia la luz
y eres etérea
y eres viento.
Despierto
desorientado. No sé cómo he llegado hasta aquí, ni por qué estoy desnudo. Otros
cuerpos me rodean. Me siento atrapado entre dunas y desiertos de piel
infinitos. Aunque en mi cabeza todo es confuso, intento recordar mi llegada a la
ciudad y mi posterior paseo para olvidarte. Nueva York nunca duerme. Fascinado por
sus luces de neón, edificios escoltando a la luna y locales abiertos toda la
noche, decidí ahogar mi dolor en un bar del Soho. Mientras tomaba una copa acodado en la barra, entablé conversación con un fotógrafo llamado Spencer.
Pero
desconozco qué hago en pelotas tumbado sobre el puente de Brooklyn.