Aquella noche, a su regreso a casa lo sorprendió rodeándolo de repente. Cada vez espesaba más la maldita niebla, seguir conduciendo era un verdadero suicidio. Necesitaba parar cuanto antes… pero ¿dónde, si no veía absolutamente nada a su alrededor? Era como estrellarse contra un muro sin fin. El corazón le golpeaba su pecho, como queriendo huir de aquella situación, de aquel miedo irracional ante lo desconocido.
Vislumbró de pronto una minúscula luz, que aparecía y desaparecía. Imaginó que podría ser la de un cartel de neón anunciando un motel de carretera, decidió intentar acercarse hasta allí y esperar a que disipase la niebla.
Según avanzaba en su viaje subía su adrenalina, y aumentaba su impaciencia por alcanzar su destino, al verla cada vez más cerca. Con los ojos bien abiertos se dejó guiar, era su única referencia, todo era oscuridad. Debía evitar que su pie apretase el acelerador más de la cuenta, por muchas ganas que tuviese de salir de aquel infierno. Se sentía tan frágil entre aquella masa viscosa…
De pronto notó que abandonaba la carretera principal, por el ruido que producían sus neumáticos al rodar por un camino sin asfaltar, y por la estela de polvo que dejaba a su paso, que de inmediato se la tragaba la niebla. El motel no debía de estar muy lejos, extremó sus precauciones, redujo la velocidad y puso más atención mirando al frente para no perderla de vista, ya que brillaba con mayor intensidad pero con intermitencia, quedando durante ese tiempo a merced de la más completa negrura. En esas condiciones, las luces delanteras del coche no servían para nada, no alcanzaba a ver más allá de sus narices.
Tras un camino interminable, pudo apreciar que la tenía a su alcance. Sin querer aceleró a fondo, por la alegría de saberse a salvo, cuando notó que sus ruedas se deslizaban suavemente al perder su contacto con el suelo.
La noche fue la única que escuchó aquellos gritos desgarradores de pánico, quedaron amortiguados por la espesura de la niebla y la profundidad del acantilado…