Mamá
no dejaba de llorar. Quería lo mejor para mí, pero se puso tan pesada que ignoré
sus advertencias. Y a cabezota no me ganaba nadie. Vestida para la ocasión, me dirigí
a la carretera. Empezaba a anochecer y no quería llegar demasiado tarde. En
medio de la oscuridad, ocupé mi sitio junto al arcén. Luego saqué la mano con
el pulgar. Ciegos de poder, aceleraban sin verme.
La
verdad es que ella tenía razón. No se puede cambiar el destino. Todo volvió a
suceder como aquella noche.