Llegué
a la azotea siguiendo su rastro. Encontré al joven muy alterado. Al verme,
amenazó con lanzarse al vacío. No dejaba de llorar. Intenté tranquilizarlo,
pero de nada sirvieron mis estrategias para que depusiera su actitud y regresase
al interior de la terraza. No debía correr riesgos ni acercarme a él, por si
saltaba. Fueron momentos muy angustiosos. La tensión era extrema. Luego, poco a
poco, se fue calmando, me escuchó y logré ganarme su confianza. Entre lágrimas,
me hizo partícipe de su historia. Una infancia dolorosa en un hogar
desestructurado. Una adolescencia desordenada, sin presente ni futuro, hasta
que la conoció a ella. Aquel amor dio sentido a sus días e iluminó sus noches.
Por eso le dolió tanto su rechazo.
Le
ofrecí mi mano, en un último intento de convencerlo de que todo sería mucho más
fácil si colaboraba. Por fin accedió a confesarme su terrible crimen. Pero la
situación dio un vuelco cuando rompió su silencio y acabó en el asfalto. Era
imperdonable lo que le había hecho a mi hija.
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