Desde
que su musa lo abandonó, el pintor se sintió tan viejo y solo que cayó en la
más profunda oscuridad. Sin ella se asfixiaba en aquel laberinto de grises y
negros. Habían convivido tantísimos años juntos que parecía que habitaban bajo
la misma piel. Con su ausencia, desaparecieron las formas onduladas y etéreas de
sus lienzos, que antes conferían una característica única y personal a sus hermosas
pinturas. Pero ahora, de sus pinceles únicamente fluían líneas rectas y siluetas
angulosas, que yacían inertes sobre fondos sin luz.
Añoraba
demasiado aquellos ojos de lluvia donde su cuerpo de arena calmaba su sed. Desolado,
deambuló por la ciudad cegado por su dolor hasta que sus pasos lo encaminaron
hacia aquella fuente que, con sus reflejos, coloreaba la plaza de arcoíris y,
de repente, detuvo su caminar. Borracho de inspiración se bañó en ella, como si
fuera la protagonista de «La dolce vita», y sumergió sus heridas en aquel
bálsamo de líquida luz. Cuando despertó de su letargo, le pareció que su maltrecho
corazón latía mucho más fuerte. Que si antes palpitaba en mil pedazos, ahora lo
hacía recompuesto por doradas cicatrices que, a través de sus destellos, le
infundían calidez y valor.
De
su fragilidad había aflorado tanta belleza que iluminó la noche de su mirada. A
pesar de su tristeza, comprendió que la vida sigue, que el mundo nunca se
detiene, que para la emoción y el asombro no existen límites de edad ni de tiempo
mientras siga latiendo el
corazón.
Y
como por arte de magia, de nuevo, sus pinceladas se impregnaron de sueños.
Relato publicado en el libro del I Certamen Literario de Relatos Canal Sénior.
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