Amaneció un día radiante, como una alegoría de la felicidad. Respiré profundamente, intentando olvidar la visión que había tenido durante la noche. Martilleaba en mi cabeza, una y otra vez, provocándome desazón.
En ella aparecía mi hija, vestida como un guerrero africano, enfrentándose a un peligroso león.
Me levanté de un salto y fui a su habitación. Había salido a divertirse, como cualquier sábado, pero me dormí y no la escuché regresar.
Al no encontrarla en su cama, dio un vuelco mi corazón. Un mensaje en mi móvil me intranquilizó: “Mamá, no me esperes a dormir”. Había ganado el león…
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