A
mediados de agosto de aquel verano en el centro de Nueva York, tal vez la culpa
de lo que ocurrió la tuvo el asfixiante calor que derretía la razón e invitaba
a la locura.
En
la consulta del dentista, donde yo trabajaba como asistente, las ventanas
permanecían abiertas de par en par. Los ventiladores perdieron su eficacia. El aire
se tornó tan denso y pegajoso que lo hacía irrespirable. Los chorros de sudor se
deslizaban en zigzag por mi espalda y empapaban mi ropa interior. Necesitaba
salir de allí antes de que aquel blanco e impoluto uniforme se me pegase
al cuerpo como una segunda piel.
Una
brisa cálida acarició mi rostro al alcanzar la calle. Intenté recuperar el
aliento sin darme cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. Cuando recobré la
calma, un leve murmullo, muy distinto a los habituales sonidos de la urbe, despertó
mi curiosidad. Según me acercaba a su origen, creció hasta convertirse en una enorme
algarabía. La gente, emocionada, lloraba y se abrazaba con desconocidos.
Pensé
que ocurría alguna desgracia, pero, a pesar de sus lágrimas, sus caras
expresaban alegría.
—¿Qué pasa?
—pregunté desconcertada.
—¡Japón
se ha rendido! ¡La guerra ha terminado! —respondieron a voces.
Aquella
noticia me hizo tan feliz que me uní a ellos para celebrarlo. Todas las contiendas
son terribles, pero esta había sido mucho más cruel. El sufrimiento provocado
por la pérdida de millones de vidas sería inolvidable. Y al conocerse la noticia
del fin del conflicto bélico, las calles fueron tomadas por la multitud.
Por
mi parte, tenía muchos motivos para sentirme muy dichosa por el cese de aquella
terrible sinrazón. Llegué a los Estados Unidos en 1939, tras la ocupación nazi
de mi país, Austria, escapando de aquel infierno junto a dos de mis hermanas.
La otra fue enviada a Oriente Medio. Jamás volví a ver a mis padres. Ambos murieron
en el Holocausto.
Pero,
frente a Times Square, sucedió un hecho tan excepcional como inesperado que marcó
mi vida para siempre. De repente, alguien me tomaba muy fuerte por la cintura, envolvía
mi cuerpo con firmeza en su abrazo y unía sus labios a los míos en un beso. Fue
imposible evitarlo.
En
cuanto pude, me liberé de sus brazos y le planté cara.
—¿Cómo
te atreves? —pregunté muy ofendida a aquel marinero tan desconsiderado.
—Perdóname,
no he querido molestarte. Me he dejado llevar por la emoción y la euforia del
momento.
Me
explicó que me abrazó por ser una enfermera y estar muy agradecido con todas ellas.
Le cuidaron con gran dedicación durante su convalecencia por heridas recibidas en
combate. No se trató de algo romántico. Fue su forma de decir: «Gracias. El
horror puso el punto final».
Tras
el beso, nos separamos rápidamente. No nos presentamos ni mostramos ningún
interés por intercambiar nuestros nombres. Jamás volvimos a vernos.
No
tuve conocimiento de la existencia de esa fotografía que plasmó el preciso instante
de lo sucedido aquel día ni de su enorme trascendencia hasta la década de los sesenta.
La vi por casualidad en aquel libro titulado «El ojo de Eisenstaedt», del conocido
fotógrafo Alfred Eisenstaedt.
Logró
dar la vuelta al mundo y se convirtió en todo un símbolo. Reconocí mi figura,
mi ropa y, especialmente, mi peinado. Era yo, sin ninguna duda. Por un segundo,
creí estar de nuevo en medio de aquella locura y las lágrimas fluyeron solas.
Con
los años, los medios de comunicación organizaron nuestro reencuentro. Se
efectuaron nuevas fotos y recibimos un tratamiento estelar en todas las
noticias, pero nosotros no logramos sentir lo mismo. Nada quedaba de aquella joven
enfermera ni de aquel apasionado marinero. La blanca curvatura de mi espalda
desapareció, así como el ímpetu de George.
Ya
no flotaba en el aire el aliento de fuego de la guerra, de aquella devastadora barbarie
que acabó con sesenta millones de personas. La mágica sensación provocada por la
victoria se desvaneció con el tiempo. Tan solo éramos dos ancianos en Times Square,
dos desconocidos a los que la historia quiso mantener unidos para siempre por
un gesto de cariño.
Esta
es la historia de un beso que se convirtió en eterno, aunque había nacido para el
olvido.
Bonita interpretación de una fotografía histórica e icónica. Un abrazo y suerte, Pilar
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Ángel!
EliminarBesos.