A
Miguel lo cobijó un olivo nada más nacer. Adelantó su llegada porque era temporada
de verdeo y no quiso perdérsela. Su familia vivía de su cultivo. Sus padres tenían
por delante mucha aceituna por recoger y demasiadas bocas que alimentar. Por
eso, aun estando casi fuera de cuentas, María, su madre, no pudo permitirse el
lujo de quedarse en casa. Cuando los dolores se intensificaron y fueron
insoportables, buscó el mejor lugar para dar a luz. Lo parió en una de las
camadas del olivar, sobre un lecho de halderas que le preparó Juan, su marido. Despuntaba
el alba y aquel otoño hacía tanto frío que, cuando Juan cortó el cordón
umbilical, pensó que el pequeño estaba muerto. No se movía ni tampoco respiraba
y su piel estaba completamente amoratada. Sin perder ni un segundo, María se
levantó la ropa, lo colocó sobre el lado izquierdo de su pecho, piel con piel,
y lo abrigó con la temperatura de su propio cuerpo mientras lo acunaba con la
nana que canturreaban sus latidos. Exactamente lo mismo que hacía con ella su
madre para que se calmara antes de dormir. Fue algo instintivo, sin pensarlo. Lo
vio tan desvalido que le salió del corazón su instinto maternal. Lo acarició
con ternura, lo cubrió con su aliento para darle calor y esperó a que se
produjese el milagro. Poco a poco, su cuerpecito se fue templando. Al momento, notó
que el bebé se movía y rompió a llorar. ¡Dios mío, está vivo!, gritó María. El
resto de la cuadrilla llegó corriendo al escucharla. No se lo podían creer. El
bebé, con los ojos cerrados y guiándose por su olfato, agarró el pecho con sus
manitas. Acercó su boquita al pezón, lo atrapó entre las encías
y succionó con fuerza. María sabía que era demasiado pronto. Aún no tenía leche,
pero no importaba. Estaba tan emocionada por verlo con vida que lo amamantó con
ternura y calmó su sed con sus lágrimas. Cansado de chupar sin sacar nada, el
pequeño Miguel se quedó dormido. Todos los de la cuadrilla aportaron alguna
prenda de abrigo con la que improvisaron una cuna en el interior de una
espuerta. María lo acostó dentro con sumo cuidado y lo arropó con su vieja
chaqueta de lana. Mientras los hombres vareaban las copas del olivo con las
haraperas, se arrodilló bajo sus ramas y recogió aceitunas con los dedos
congelados hasta llenar el macaco, como si nada extraordinario hubiera sucedido
momentos antes. Aquel año, la cosecha fue muy abundante. Por eso, siempre le decía
a Miguel que había nacido con un pan debajo del brazo.
Pasaron
los meses plácidamente. Miguel creció fuerte y sano. Se crio en el olivar. Al
principio para que su madre lo amamantara, pero ya no hubo quien lo alejase de
allí. A veces se mimetizaba tanto con el paisaje que era muy difícil controlar
dónde estaba. Sus ojos eran tan verdes como las aceitunas que le vieron nacer. Su
pelo, ensortijado y negro como la noche. Su piel canela, tostada por el sol, fue
adquiriendo el mismo color que la tierra en la que jugaba.
Gateaba
por todo el olivar mientras todos trabajaban. Sentía una atracción especial por
los troncos retorcidos de los olivos. Los chupaba, los abrazaba, los acariciaba,
los olía, y le sirvieron de apoyo cuando empezó a dar sus primeros pasos. De
ellos aprendió cómo resistir el frío en invierno y el calor en verano, el
hambre y la sed. A mirar el cielo. Siempre le gustó más trepar hasta las ramas más
altas que andar bajo sus copas. Desde allí arriba, podía ver y sentir cómo el
viento peinaba los cabellos de la sierra. Cómo las hileras de olivos ondeaban su
ramaje en aquel inmenso mar verde. Podía reconocer el aroma que traía la brisa
tras descargar el cielo su oro líquido sobre los campos sedientos. Casi podía
rozar las nubes con los dedos y allí, siempre se respiraba silencio. Aquella
afición suya por las alturas le costó más de un disgusto. Sus piernas fueron el
pergamino donde escribió su historia con arañazos y cicatrices. Cuantos más
daños sufría, menos lloraba. Ni siquiera se quejó cuando se hizo una buena
brecha en la frente al golpearse con una rama y empezó a sangrar. Todos, muy
asustados, corrieron a socorrerlo. Mientras lo curaban y le daban unos cuantos
puntos de sutura, él sonreía embelesado señalando al cielo. Acababa de
descubrir la belleza de las estrellas fugaces que titilaban con mayor nitidez
esa
noche.
Miguel
se convirtió en el hijo y el hermano de todos. Eran su familia del olivar. Con
su mirada despierta los observaba mientras realizaban el ordeño de los olivos. Aprendía
muy rápido y ellos siempre estaban dispuestos a sembrar la semilla de su
sabiduría ancestral en su insaciable curiosidad.
Él
los escuchaba con muchísima atención cuando le decían:
—Miguel,
mira. Tienes que elegir los mejores plantones si quieres que crezcan fuertes y
te den las mejores cosechas.
—Niño,
así es cómo se planta y se cuida un olivo. Nunca lo olvides.
—Oye,
Miguel, tienes que cultivar y recolectar con inteligencia si quieres obtener el
mejor aceite.
Absorbió
todos sus consejos con avidez y los inundó de preguntas juiciosas, que no eran
propias de su corta edad. De todos aprendió el oficio. A ellos les debía que no
se perdieran sus raíces. Calaron tan hondas sus enseñanzas que enraizaron en su
ser. Se convirtieron en su esencia y pasaron a formar parte de él.
A
su lado el tiempo transcurría veloz, pero llegó el momento de asistir al
colegio. Al principio no lo aceptó y se resistió a ir. Lloró y pataleó,
agarrado con brazos y piernas alrededor del tronco de un olivo. No entendía por
qué tenía que alejarse de lo único que había conocido hasta entonces: el campo.
Aunque
adoraba su vida tranquila en el pueblo y el latido milenario del
olivar, que había escuchado desde su primer aliento de vida, no podía dejar de
mirar al cielo. Era superior a él. Era su sueño, su delirio incontrolable.
Le
costó un verdadero sofocón, pero al final la razón doblegó a su espíritu libre.
No le quedó más remedio que asistir a clase.
Aquel
era un mundo completamente desconocido para él. Le asustaba. Acostumbrado a
vivir en libertad en medio de aquel mar de olivos, fue muy duro para él pasar
tantas horas encerrado en aquel lugar. Se sentía preso. Se asfixiaba.
Necesitaba ver el cielo. Los primeros días se aburría muchísimo, pero pronto
descubrió las ventajas. Comprendió que, además de aprender, allí también podía
jugar con otros niños de su edad. Sus hermanos eran más mayores que él y no le
prestaban demasiada atención. Desde pequeños se vieron obligados a trabajar en
el campo. Se acostumbró a estar solo y a tener siempre la cabeza en las nubes.
En
cuanto aprendió a leer, destacó en el colegio. Su inteligencia era muy superior
a la media de sus compañeros. Le decían que era como una esponja. Llegaba cada
día a clase impaciente por aprender y ávido de conocimientos. Era muy bueno en
todas las asignaturas, especialmente, en las de ciencias. Su profesora estaba
muy orgullosa de tener entre sus alumnos a uno tan aventajado. Miguel alucinó
el día que le enseñó cómo debía de utilizar un microscopio. Aquello que vieron
sus ojos a través de las lentes le recordaba mucho al cielo. Se abrió ante él
un nuevo universo, una puerta hacia lo desconocido. A lo que no pueden ver
los
ojos sin la ayuda de instrumentos. Le encantaba estudiar. Cuando le preguntaban
qué quería ser de mayor, siempre respondía que sería astronauta o astrónomo. Su
sueño era conocer la luna y los demás planetas de nuestra galaxia. Dedicó mucho
tiempo a formarse para ello.
Pero,
a veces, la vida nos corta las alas y nos devuelve al suelo. Sus hermanos
mayores fueron emigrando a la ciudad en busca de un trabajo menos incierto, más
seguro que el campo. A él, como hermano pequeño, no le quedó más remedio que
quedarse en casa al cuidado de sus padres, que ya eran mayores, y del olivar. Los
primeros años, intentó compaginar estudio y trabajo, pero la enorme exigencia
del campo no lo hizo posible. Llegó a la conclusión de que era como una novia
celosa. Acaparaba todo su tiempo y no le permitía alejarse ni un solo día de
allí. Antes de que se diera cuenta,
pasaron los años. Se hizo un hombre y la adolescencia quedó atrás. A lo largo
de esos años, lo intentó con varias novias, pero ninguna pudo competir con su gran
amor, la luna.
Su
padre enfermó gravemente y murió. Su madre no pudo con tanta tristeza. Perdió a
sus padres casi a la vez al finalizar la cosecha, cuando se enlutó de blanco el
olivar con los primeros suspiros del invierno. Los incineró, tal y como ellos
lo habían dispuesto en su testamento. Luego, esparció sus cenizas entre las
hileras de olivos en las que había derramado el sudor toda su
familia durante generaciones. Se quedó completamente solo. Por eso, ahora, cuando
se ahoga de soledad en su silencio, se mece entre las ramas que lo cobijan en
el olivar y mira al cielo.
Al
anochecer, libera sus anhelos bajo las estrellas. Observa el
universo a través de un sofisticado telescopio que compró por Internet tras
años de ahorrar con mucho sacrificio. Pasa largas horas sin dormir trazando un dibujo
de cada constelación. Luego, lo dobla junto con sus deseos y lo guarda en el
bolsillo. No necesita beber nada para que se espume su imaginación. Hace mucho
tiempo que su mundo se le ha quedado pequeño. Pero se siente infinito cuando,
siguiendo la estela de las estrellas, atrapa sueños bajo la luz de la luna. Ha
aprendido a utilizar una cámara especial para inmortalizarla haciéndole miles
de fotografías. Así puede seguir admirándola, aunque sea de día. Aún se le
acelera el corazón con cada nuevo hallazgo, con cada descubrimiento de una nueva
de sus caras desconocidas.
Pero
al llegar el amanecer, se siente preparado para una nueva jornada de trabajo en
la sierra. En el campo no hay descanso. El olivar necesita su compañía y sus
cuidados. Nadie conoce como él cada olivo, cada sufrimiento, cada esfuerzo realizado
para crecer, cada cicatriz tatuada en su tronco. Sabe calmar su sed, curar sus
heridas y, cuando maduran sus frutos, aliviar su carga. Hablan el mismo
lenguaje. No necesitan palabras. Comparten las mismas raíces y el aceite corre
por sus venas.
Aunque,
de tanto soñar con las estrellas, ha empezado a notar más etéreos sus
pies. Algunos dicen que lo han visto volar sobre el olivar las noches claras de
verano, pero nadie les cree.
Eso
es porque jamás lo han visto regresar a casa con el cuerpo cubierto de
estrellas, el universo oculto en su mirada y, en los labios, pedacitos de luna.
Relato presentado al III Premio Internacional de Relato Corto sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo, y que ha sido seleccionado, en su primer proyecto editorial como egresados de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, para su publicación en el libro:
"CUENTOS DEL OLIVAR"
En este enlace puedes descargar el libro gratuitamente:
Me ha emocionado muchísimo el relato.
ResponderEliminarBesos.
Muchísimas gracias por tu emoción, Amapola Azzul!.
EliminarBesos apretados.
Una buena historia, llena de humanidad, Pilar.
ResponderEliminarCreo que yo también ando por el libro. Participar me sirvió de distracción durante lo más duro del confinamiento.
Un abrazo
Este libro no es el que han publicado en papel. Este lo ha hecho la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Es en formato digital y puedes descargarlo en el enlace que os adjunto.
EliminarEnhorabuena por tu éxito, Ángel y mil gracias por tus palabras.
Besos apretados.
Preciosa historia la de Miguel, casi un milagro al nacer, y ahora casi volador por su amor a los olivos y al cielo. Muy merecido reconocimiento.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Un abarzo
Mil gracias por tu comentario, Albada. En este relato he volcado muchos sentimientos y le tengo un cariño especial.
EliminarBesos apretados.
Paso por aquí para reiterarme en mi comentario: Deliciosa lectura, Pilar.
ResponderEliminarNo te imaginas, Sara, lo que me emocionan tus palabras. Es un relato en el que he puesto todo el corazón.
EliminarAgradezco tu visita y tu comentario. Bienvenida a mi rincón de letras. Es un honor para mí.
Mil gracias por todo.
Besos apretados.