Llegaste
tarde a casa. Tu ropa olía a humo, alcohol y remordimiento. Estabas muy raro, pero
confiaba en ti. Llevaba todo el día esperando tu regreso, por eso no me importó
tu frialdad y mi recibimiento fue tan efusivo como siempre. Te regalé mi mirada
más tierna y rocé tu mano. Tú la retiraste. Luego abriste la puerta de la calle
y me invitaste a dar un paseo. Me volví loca de alegría, aunque algo no iba
bien. Tu voz sonaba diferente y tenías la respiración agitada. Tus
ojos inyectados de ira rehuyeron a los míos al salir de casa. Emprendimos aquel
viaje en coche a ninguna parte, donde el tercer pasajero era el silencio. Tu
indiferencia dolía tanto que ardían mis entrañas. Durante el trayecto, no hubo una
palabra amable ni un gesto de cariño. Me preguntaba qué crimen cometí para merecer
tu desprecio. Habíamos superado muchas dificultades juntos. Cuando mi amor incondicional te bastaba para olvidarlo todo.
Descubrí
demasiado tarde que en esta ocasión no había vuelta atrás. Fui incapaz de reaccionar
cuando, en medio de la oscuridad de aquella carretera solitaria, noté el frío del
asfalto bajo mis patas mientras tus luces rojas se alejaban.
Ellos solo saben dar cariño, pero hay personas que no saben ni quieren corresponderles como se merecen esos amigos. El abandono es algo tan triste como cruel. Buen relato, Pilar. Suerte
ResponderEliminarEllos confían ciegamente en nosotros. Su lealtad es incondicional. Muchísimas gracias, Ángel. Besos.
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