Cada
6 de julio, el cuerpo me pide almorzar huevos fritos y magras con tomate, pero
cuando dan las 12, me revuelvo de tal manera que echo de menos brindar con
champán en el momento del chupinazo. Y se acabó el descanso. Parece que fue
ayer cuando llegué aquí con Hadley por primera vez. No sabía pronunciar tu
nombre. Pero, desde mi obligada ausencia, la memoria se me inunda de vino y
sidra, a ritmo de charanga y de las notas del Riau-riau. Con los huesos
maltrechos de bailar día y noche durante todas las fiestas, al amanecer, acudo
de nuevo al encierro, periódico en mano, para encomendarme a San Fermín. Mientras
espero, asciende la adrenalina y me estremezco. Dejo de ser una leyenda para
ser un pamplonica más. Y vuelvo a sentir la emoción de correr el encierro junto
a los toros por la Cuesta de Santo Domingo, la plaza Consistorial, las calles Mercaderes
y Estafeta, hacia la plaza de toros. Disfruto cada instante al máximo entre la
multitud, hasta que, hecho polvo, canto el «pobre de mí».
Otro
año más, me siento vivo contigo, Pamplona. Pero cuando los Sanfermines terminan,
siempre permaneces en mis novelas, aunque yo me desvanezca en la eternidad.
Esas fechas y lugar. Siempre en el recuerdo.
ResponderEliminarUn abrazo y suerte
Muchísimas gracias, Albada. Besos.
EliminarLo escrito siempre permanece, como la magia de los sanfermines. Evocador relato, Pilar. Un abrazo
ResponderEliminarMil gracias, Ángel, por tus palabras. Besos.
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